Vuelta a tus esquinas
Por segunda vez me fui a visitar a mi familia. Esta vez se trataba del cumpleaños del tata, quien con sus 76 a cuestas aún se mantiene alegre y vital. Para esta ocasión volvía a lo que yo considero mi hogar, donde me crié desde el principio.
El tema era que la celebración me obligaba a viajar directo desde la oficina, en una larga travesía que no hacia desde hace un par de años. Fue como evocar el pasado, el largo recorrido de la micro que pasa por la mitad de Santiago, vaciándose y llenandose dos veces. El viaje fue tal y como el rito de aquel tiempo. Subir a la micro y en un par de cuadras sentarse, aprovisionado de un libro y mi soundtrack. El viaje así se haría más llevadero, como siempre. Pero no, era interminable, largo y tedioso. Entre la drogadicción de Rímini y la furia de Trent, me pase una hora recorriendo la Ciudad. A ratos pensaba en como soporté esos viajes durante tanto tiempo. Desde una Providencia luminosa y vital a un centro atiborrado de rostros amargos y luego a la obscuridad melancólica del poniente de la capital. Parecia que repentinamente se me iba el tiempo, lo perdia junto al recorrido del 504.
Llego a mi paradero, desciendo y de entrada la contaminación habitual de Cerro Navia me recibe, tal y cual como lo hizo durante 24 años de mi vida, solo que ahora se me figuraba insoportable. El frío húmedo entumecía. Y me volví a preguntar como pude aguantar tanto tiempo. Como mis abuelos, mis padres y mi familia lo hacían para vivir felices (al parecer la costumbre hace su trabajo), como cresta se crían niños en un ambiente tan hostil.
No es que no quiera las calles de mi población. Es más, siempre siento nostalgia cuando vuelvo y me encuentro con todos los personajes que pareciera estar ahí desde siempre. El tipo del kiosco (que ya no lo tiene como tal, sino que tira sus diarios en la vereda, pues el transantiago le boto su lugar de trabajo) el zapatero, el peluquero, el tipo de la botillería. Todos siguen ahí, tal y como siempre, con una sonrisa cordial imposible de encontrar en otro lado.
Vuelves al barrio, a tu esquina, ahí donde dobla el viento y se cruzan los atajos. Llego a casa de mis abuelos. Entro y todos saludan y me invitan a dejar mi bolso y chaqueta en la pieza de invitados. Y caigo de nuevo. Ya no soy de ahí, soy un invitado a los 76 del tata, un invitado que luego partirá a su hogar, en el insípido barrio seminario, menos contamido, más luminoso, menos cordial, más apático. Un lugar en la ciudad, ni tu población ni tu barrio.
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